Los monstruos –así, dicho en plural– no existen. Pero esta negación oculta una terrible afirmación: no existen los monstruos, porque solo existe uno. Y al contrario de lo que cabría esperar, esta noticia es mucho menos halagüeña, porque ese monstruo parece conjugar en sí toda la ferocidad que podamos inventar. De hecho, su atributo más terrorífico es no asemejarse a un monstruo.
La pesadilla que más perturba el sueño del Hombre del siglo XXI es precisamente él mismo. Y esto es así porque le atemoriza la nada: en un mundo sin “más allá”, el “más acá” se convierte en la antesala del infierno. Y es que en el fondo de su corazón, el hombre no puede soportar la idea del vacío; de que solo sea una masa de polvo de estrella en una azarosa y compleja distribución de células. Su drama personal – su horror vacui– persiste porque está convencido de su propia vacuidad, y nada le atemoriza más que esto. Su propia existencia da vida al monstruo que más teme. Es entonces cuando la huida de sí mismo se convierte en la estrategia emprendida; y el ruido y el frenesí en la concreción de su proceder suicida.
Consecuencia de esto es el miedo al silencio, porque el silencio enfrenta al individuo consigo mismo. Al no poder dar razón de sí, el abismo le sobreviene. En el silencio encontramos al dragón que alimentamos diariamente con placer y ruido, porque no nos conocemos. Por eso es monstruo: porque tememos a lo desconocido; y la vorágine de los días sin cauce nos convierte en forasteros en nuestra propia patria. Sin embargo, aquello que nos aterroriza es, precisamente, lo que nos salvará, ya que solo en el silencio podemos encontrarnos con nosotros mismos; y es una vez que esto sucede, que se descubre que hay algo más allá. Entonces el hombre se abre a la trascendencia. Tal y como afirmaba Benedicto XVI: “La soledad y el silencio son espacios privilegiados para ayudar a las personas a reencontrarse consigo mismas y con la Verdad que da sentido a todas las cosas”. (1)
Hay una unión estrecha entre la despersonalización del individuo en la sociedad contemporánea y el ruido. Si no existe el silencio; si la persona viaja de imput en imput, si no hay espacio para la calma y la reflexión, entonces el ser humano no es capaz de llegar a sí mismo. No es posible que la persona se comprenda y entienda su lugar en el mundo, porque no hay reflexión sobre la propia vida ni sobre los acontecimientos. Además, es en un clima de silencio donde surge una comunicación más exigente con el otro, porque se ponen en juego un abanico de realidades extralingüísticas que solo el amor y una sensibilidad no adormecida saben detectar. El encadenamiento sucesivo e interminable de actividades ahoga la posibilidad del encuentro personal con los demás, con uno mismo y con Dios. Es por ello por lo que la verdadera piedad comienza con el silencio, porque en un mundo ensordecedor, aquel que descuida el silencio, puede llegar a vivir una religión incapaz del susurro de Dios.
Quizá sea en la infancia y en la juventud donde se tenga que lograr esa familiaridad con el silencio. La difícil tarea de enseñar a los jóvenes a estar cómodos en el sosiego es urgente. Allí, en la paz, se pueden mirar con perspectiva los sucesos del mundo y comprenderlos con mayor profundidad. Pero sobre todo, es allí donde uno se acorrala a sí mismo y no se deja más escapatoria que el enfrentamiento: la verdadera batalla contra la bestia.
1. BENEDICTO XVI: Silencio y Palabra: camino de evangelización. Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI para la XLVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales.